De la democracia a la simulación: ¿Qué está ocurriendo actualmente en Alemania?

En Alemania se está desarrollando actualmente un espectáculo paradójico: mientras los rituales democráticos se celebran con cada vez mayor estruendo en nombre de la democracia, esta misma democracia va perdiendo cada vez más su sustancia. El soberano —el electorado— aún puede votar, pero ya no decide realmente. La participación democrática se reduce a un proceso sostenido por ilusiones, en el que los resultados son previsibles, las coaliciones están predeterminadas y las alternativas son sistemáticamente excluidas. La República se ha convertido, sin decirlo abiertamente, en una simulación de democracia.

El signo más visible de esta erosión es el llamado muro de contención (Brandmauer), un término originalmente destinado a servir para la higiene política, pero que desde entonces se ha fosilizado en un dogma. Lo que comenzó como un distanciamiento frente a un partido determinado se ha convertido en una barrera contra cualquier cambio político real. El muro de contención ya no protege la democracia, sino a sus funcionarios. Asegura que, a pesar de derrotas electorales masivas de los partidos tradicionales, el equilibrio del poder gubernamental cambie solo mínimamente. Así surgen las llamadas coaliciones de perdedores, en las que los partidos —a pesar de haber sido claramente castigados por los votantes— siguen gobernando con toda tranquilidad, a menudo en contra de la voluntad explícita del electorado.

Esta construcción no es una coincidencia, sino el resultado de un sistema político que cada vez más se organiza de manera autorreferencial. La exclusión estratégica reemplaza al debate de contenido. El descrédito moral desplaza al argumento político. Y, paradójicamente, quienes se presentan como guardianes del orden democrático están cimentando una nueva estabilidad postdemocrática: un sistema de inevitabilidad. El aparato partidista-estatal se ha vuelto autónomo. Se protege a sí mismo, incluso —si es necesario— del ciudadano.

Al mismo tiempo, el poder real se aleja cada vez más de los parlamentos elegidos. Decisiones de enorme trascendencia —sobre política de deuda, migración o suministro energético— ya no se toman mediante un proceso abierto de formación de voluntad política, sino en ministerios, organismos de la UE, tribunales o consejos de expertos. El parlamento se convierte en un escenario para el teatro político, mientras que los verdaderos guiones se escriben en otros lugares.
El ejemplo más reciente: el llamado giro de la deuda (Schuldenwende). Antes de las elecciones, la CDU bajo Friedrich Merz prometía firmemente defender el freno a la deuda. En cuanto se ganaron las elecciones, la promesa se anuló. A un ritmo alarmante, el retroceso de la era Merkel fue a su vez revocado. Los Verdes, en realidad perdedores electorales, imponen sus políticas con desparpajo inalterado, flanqueados por un SPD que, a pesar de pérdidas históricas, se considera una superpotencia moral. La agenda climática, consagrada a nivel constitucional, se promueve en los márgenes, mientras que las verdaderas mayorías de la población son ignoradas. ¿La democracia como sistema de retroalimentación y autocorrección colectiva? Ni rastro de ello.
Lo que se está configurando es una inmunización estructural contra el soberano. El proceso político se vuelve resistente al cambio. La posibilidad de ser expulsado del poder —característica central de los sistemas democráticos— se vacía sistemáticamente. La tan invocada “democracia defensiva” ya no protege a la república de sus enemigos, sino del ciudadano.

Esta auto-inmunización tiene un precio: la legitimidad se erosiona. Lo que se presenta como “responsabilidad democrática” es percibido cada vez más por la ciudadanía como un cártel de poder. La crisis de confianza crece, no porque la gente sepa demasiado poco de política, sino porque ve demasiado. La simulación solo funciona mientras pueda mantenerse la ilusión. Pero la confianza en este montaje se desmorona.

En esta situación, el peligro no es la radicalización, sino la continua degradación de los procedimientos democráticos. Cuando ya no se permiten alternativas políticas dentro del terreno institucional, surge un vacío: una exclusión estructural que, con el tiempo, no estabiliza, sino que desestabiliza. El “muro de contención” podría revelarse finalmente como acelerador del incendio.
Lo que se necesita ahora no es un nuevo relato de la “democracia defensiva”, sino un retorno a una democracia vivida. Un orden en el que el ciudadano vuelva a ser sujeto de las decisiones políticas —y no objeto de una reeducación estatal y pedagógica. Un orden en el que el cambio político no sea una simulación, sino una posibilidad real. Un orden en el que la palabra oposición no sea considerada una amenaza, sino un componente necesario de la democracia misma.
Pero para ello, el muro de contención tendría que caer —no en beneficio de un partido determinado, sino en beneficio de la democracia misma.

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Kommentar verfassen

Zur Werkzeugleiste springen